viernes, 22 de agosto de 2008

El cornovalito II

Capítulo inaugural de la segunda parte vuestra narración preferida que se llamará “Cornovalito II o el Dr. Chihuahua ataca de nuevo”

Sabido es que cuando el Cholo murió, llegó al igual que cualquier otro, al cielo de verdad, lugar bastante más copado que el proyectado por Nuestra Santísima Santidad Ensantizada. A la deriva estaba nuestro héroe por las celestiales autopistas, hasta que, en uno de esos angustiosos días en que el Cholo había caminado por entre las aguas, cosa común entre los mesopotámicos, sucedió que al cielo mismo le salió una verruga. Mirolo el Cholo con honda compasión y le dijo con acento gongorino:

–Oh triste cielo, saber debes que una verruga en tu velo ha florecido.

–Obvio, nene, los cielos somos así –respondió el cielo.

Decir éste que fue interrumpido por un hecho de lo más curioso, y éste fue el de ver el Cholo aproximársele un simpático ángel peronista que no le dijo sino los versos que aquí se transcriben:

–De esta causa yo rezongo, y mirá como te pongo –al tiempo que le sacudió una serie corchazos que fueron a incrustársele a nuestro héroe en su cráneo.

Poco fue lo que duró su agonía y, ya muerto en el cielo, no le quedó otra que asentarse en el infierno. Fue, justamente, en aquellas ardientes latitudes donde se encontró con De Narváez, quien, vistiendo una camisa almidonada y una vinchita de elefante, se quedó mirándolo y le dijo del modo siguiente:

–Esto es un paco.

–¿Lo fumamos? –preguntó el Cholo.

–No –sentenció De Narváez–. No debieras consumir droga, Cholo, pues hay poca y somos muchos.

Dicho lo cual surgió en el Cholo un ferviente interés en el mundo del pensamiento por lo que, tras un arduo razonar, entendió que Sócrates era mortal hasta que se fumó un paco de cicuta aunque, de hecho, el mismo Sócrates no haya existido, pensamiento éste al que la sombra terrible de Sarmiento agregó:

–Cierto es, querido Cholo. Lo mismo que Shakespeare que para mí no existió aunque sin duda fue puto.

–Yo cuando sea grande quiero ser Puto –agregó Dominguito, hijo célebre del célebre Sanjuanino.

–¡Jamás! –sentenció el Padre del Aula al cual se le han dedicado infinitud de glorias y loores.

–Está bien –se resignó a decir Dominguito– si no me dejás ser puto, entonces voy a ser Tribilín.

Y así fue que el Cholo comprendió el error que había cometido al apoyar la campaña de Terráneo:

“¡Oíd mortales la queja de mi alma! ¡Oíd el profundo llanto que aqueja mis sentidos! Heme ahora en mi fama convertido en un pituco de mierda. ¡Ha de la vida! ¿Nadie me responde? ¡Aquí de los antaños que he vivido! La fortuna a mi dicha ha destruido, mis volantes de la coalición cívica mi locura los esconde ¿Por qué el alma que en mejores tiempos supo ser mía, como mía fue su gloria, pertenece ahora a González Oro, Príncipe oscuro del oscuro averno”.

Y fue en diciendo estas palabras que San Pedro se apiadó y lo llevó de vuelta al cielo, donde el Cholo juró retornar al camino que jamás debió haber abandonado: la recta vía del justicialismo.

Al regresar al cielo por segunda vez, encontrose el Cholo con el hecho que mayor felicidad le causaría en las postrimerías de los tiempos: darle un abrazo a su querido General Perón. “Porque para un peronista no hay nada mejor que otro peronista” había dicho Juan Domingo en ocasiones pretéritas. Y fue así que, lloroso y sin dejar de abrazarlo, el Cholo le dijo al Pocho:

–Mire como ruge la leonera, mi General. Dos potencias se saludan.

Enunciación no del todo afortunada en la medida que desencadenó en el Cholo una tremenda lluvia de trompadas que sobre él hizo caer José María Gatica.

–Por copión –dijo el púgil dando por terminada la ira que nuestro héroe le había despertado.

Al rato se encontró el Cholo con sus amigos que no veía desde la primera parte de esta historia.

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