lunes, 9 de junio de 2008

¡Ahora Arbuto también es guionista de comics!!!

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Esta es la portada. El dibujo pertenece a Lautaro Martín a cuyo talento me han unido el azar y el placer de ser su guionista. Esta es la portada de un comic que estamos haciendo juntos.
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martes, 3 de junio de 2008

Virginia



















A Facundo E. Giménez, quien hace unos años condescendió
amablemente a escribir este cuento conmigo.

Sus ojos se ahogaban en el negro torbellino del café. El bar era un bar pero era tantas otras cosas: era un café con dos terrones de sal de margarita con pétalos pares, era una, eran dos colillas de cigarrillo aplastándose contra los ceniceros, sus mesas eran cuadrúpedas fieras indómitas y sus peldaños eran los años de una escala al vacío, lleno de nada enamorada y pasto y flores, un sauce, un río. ¿Porqué estaba mal? ¿Quién era? ¿Porqué nacían de la cristalina laguna de sus ojos esos hilos de lágrimas manchadas del negro del rimel? Hola, ¿Cómo te llamás? Virginia ¿Estás bien? Sí, gracias. ¿Querés hablar? No, estoy bien, solamente quiero estar un rato sola.

Y después, nada. Los días pasaron entre camisas, maletines, lapiceras robadas de congresos, tibias brisas que subían y subían, y vinos manchados de tango, caminando de acá para allá, tal vez olvidando, quién sabe, a la triste mujer del bar, tal vez recordándola en rostros que no fueron suyos, hasta que finalmente la calle los devolvió enfrentados, en mitad de la vereda. ¿Azar? ¿Destino?, quién sabe. Sin pensarlo mucho, ya estaban sentados en otra mesa, con otro café y otra conversación, más animada que triste. Él jugaba a llamarse de miles de maneras. Ella era irremediablemente Virginia, pero le gustaba que le diga Cecilia, Carla, Lola, y así, hasta los más guturales y extravagantes nombres, esos que se ponen por descuido (o por maldad). En medio de una ceremonia de bautismos profanos, la tarde se hizo pequeña para tanto silencio que Virginia guardaba, y cuando, por fin, le preguntó por su verdadero nombre, él le anotó su número de teléfono. Entonces, se marchó.

Y después, nada. Sólo los días que se le atragantaban en el pecho. Los días que Virginia se contuvo antes de marcar su número, largos, interminables y con un secreto horror acosándola desde muy adentro. ¿Hola? Hola, Virginia. ¿Sos vos? Sí. Y la noche los encontró juntos, cercanos, desnudos.

Luego la historia los hace tan Virginia y otros, tan suyos, arrulladamente suyos, tan tibios sobre la cama, esperando la luz del día, tan Luis, tan Pedro, tan Rudesindo, tan sin nombres. Y ella siempre Virginia. Su casa era solitaria.

Luego, hubo lunas y camas que interrumpen la noche, dentífricos compartidos, lentas despedidas, casi despedidas, que no terminaban jamás, y que con cada mirada, y que con cada falta, se renovaban con mayor fuerza. Hubo entre los dos un eterno cenicero, cenas improvisadas, arduas combinaciones de cartas, acertijos en la oscuridad, cielos estrellados, pequeños celos, pequeños poemas, larguísimas ocupaciones y texturas y sudor y fuego y caricias y curvas y sombras y velas y altares y colchones a la intemperie, e íntimas y secretas marejadas sobre lo desnudo, y serenatas a la hoguera de la piel, arterias en flor, y susurros al oído deshilados en un “te quiero”. Y un secreto que Virginia no se animó a contarle.

¿Dónde estuviste ayer? No sé, estuve haciendo cosas. ¿Qué cosas? Nada, tramites. ¿Qué tramites? Son cosas mías. Se sientan y hay un silencio. La cocina se inundaba de silencio, la habitación se hizo pequeña, los reproches se condensaban en el aire. Entonces, ella se paró. ¿Querés arroz? Bueno. Luego las palabras fueron volviendo, el perdón le empezó a rogar reproches. El arroz estaba pegado. Hubo gritos. Silencios ensordecedores. Él se paró. Si me querés te espero en la plaza a las diez. Se fue.

Como diez azotes en el pecho, sonaron las campanas de la catedral. La noche comenzó a envolver la plaza, deshaciendo las últimas gotas de luz con un lúgubre silencio de sepulcro. Crepuscularmente, las hamacas detuvieron su eterno péndulo, los bancos solitarios se poblaron de rocío y las piedras mohosas se fueron perdieron en la oscuridad; las palomas ya se habían marchado hacía ya mucho tiempo. Él la esperaba, pero ya eran las diez y no había llegado. Pensó en ella: su memoria era el recuerdo del olvido.

La lanza de fuego

Con el poncho colorado entre las lanzas riojanas peleando en la montonera un gaucho va haciendo Patria. Eran sus ojos las chispas...