domingo, 25 de mayo de 2008

Capítulo especial de “El cornovalito”




Donde se narran los simpáticos sucesos que acaecieron al tatarabuelo del Cholo y que dieron lugar a las rivalidades entre dos familias de bien


Un suceso de particular relevancia a sus propósitos es, sin embargo, detallado por un historiador. Se trata de Amílcar Pueyrredón quien en su "Historia de la Argentina y otras pelotudeces que nunca terminan de explicarnos por qué seguimos viviendo en un país de mierda cuando podríamos ser potencia mundial y cagarnos a tiros con los turcos como cualquier otro país civilizado" narró el dicho suceso, el cual estoy haciendo un poco de tiempo antes de detallar. Concluido el tiempo previamente mencionado, me urge señalar que se trata de un fragmento dónde se define a el Chulo Carliuchi como un hombre sencillo del campo a quien le tocó en suerte ser mazorquero del mismísimo Restaurador de las leyes, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, primer federal, terror del unitario, de-jey de "Sobremonte" e ilustre defensor de los usos y las costumbres más cristianas que pudieren encontrarse en la guerrilla norkoreana. Sí, señores, estamos hablando del mismísimo Don Juan Manuel de Rosas.

Muchas anécdotas hay allí del Chulo y de su noble rama genealógica, relatos que van desde la vez ilustre que su padre, el Chalo, le hizo creer al mismísimo general Liniers que era una gallina hasta el que narra a su nieto, el Chelo, practicando la natación sobre cemento fresco con Hipólito Irigoyen. Hay, sin embargo, una de especial relevancia para comprender la angustiosa situación de la familia Carliuchi y la de la liga Chihuahuas antiperonistas unidos, rivalidad que se proyectará de aquí en más hasta terminar con la muerte del Cholo como resultado del saynomoriano perro que se le tiró encima desde el noveno piso de su edificio.

Harto ya de tan descriptivo prefacio respecto a la pelotudez que se narrará, comenzaré a narrarla no sin antes mandarle un saludo al lector que me está leyendo.

Ahora bien. Sucediole alegremente al Chulo un hecho que le alegró la rodilla izquierda y éste fue el ver una sombra aproximársele en un caballo con montura inglesa. Prevenido como estaba, sacó el Chulo una especie de lazo de chorizos que en el matadero le habían dado y derribó con especial maestría al jinete misterioso, no sin antes agregarle un poco de chimichurri que, según afirmó después, añadió al cuadro cierto aire de color local.

Solitario y nostalgioso porque perdió su caballo, el jinete adivinó las mazorqueras intenciones del Chulo y sentenció:

–¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los perros, salvajes Unitarios! ¡Vivan los gatos, civilizados Federales! ¡Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra! ¡Viva don Juan Manuel de Rosas! ¡Mueran Lavalle y "el manco" Paz! ¡Viva Casán! ¡Muera Barbieri! ¡Patria o muerte! ¡Picado fino o picado grueso! ¡Corazón y sudor, pero no olor!, etc.

Al ver el Chulo las tantas y tan grandes señas que el cristiano daba de ser del palo y corroborando que se trataba de un chihuahua cuya descendencia pondría fin a la suya propia pensó para sí «será perro, pero no unitario» y acercándosele con cariño cazolo del cogote y llevolo a lo del Restaurador para que este último lo inquiera.

–Mi vida es perra –comenzó a defenderse el chihuahua con humilde orgullo– pero mi espíritu no lo es. Si en el futuro llegare a surcar mi corazón color ajeno al que Rosas, mi señor, ha asignado a todo hombre ajeno al degeneramiento laico que los unitarios intentan imponernos, no esperaré de Dios más que un magnánimo castigo que dé ejemplo a quienes se nieguen a vestir el rojo-punzó que se ha mandado.

–¡Callate taita cuzco salvajón! –lo reprendió el Chulo.

Durante unos minutos de silencio, el Chulo lo miraba con el ceño fruncido y el escarbadientes en la oreja. Bajó el chihuahua la cabeza. Los otros mazorqueros miraban el silencio del Restaurador. El Restaurador allí estaba, tal cual lo describe Borges, pero un poco más regordete y con una carie en un molar inferior izquierdo. Solamente se oía en la quietud de aquella pampa infinita, de aquel desierto inconmensurable, una voz aflautada que el Chulo dejó caer de su upite sin perder siquiera su estatuaria postura de cojudo federal.

Después de algunos segundos más ordenole al can que explicase al Restaurador por qué montaba en silla inglesa y no traía puesta la mencionada insignia rojo-punzó. Y éste respondió del modo siguiente:

–No la llevo en mi pecho, porque la llevo en mi corazón –dicho éste que provocó las lágrimas de los mazorqueros sentimentales que allí se amuchaban–. En cuanto a la silla inglesa en la que montaba, se la robé a Robbie Williams cuando salió del camarín.

–¡El unitario salvajón que fornicó a la Granata! –sentenció enfurecido don Juan Manuel de Rosas.

Y dicho esto, de nada sirvieron las apelaciones que el Chulo hiciere más tarde respecto a la anacronía del cánido relato.

–No se hable más –terminó diciendo el Restaurador–. Qué se arme otro truquito con flor y contra flor.

Así fue el comienzo de una historia que dividirá a dos familias. Desde entonces, Chihuahuas y Carliuchis fueron legando sus rencores a cada nueva generación que el tiempo trajese, rencor aderezado con el firme y perverso propósito de disputarse el puesto al que sólo perros traidores y mazorqueros pueden aspirar… el de Ministro de educación y cultura de la Nación.

Continuará…
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