sábado, 26 de abril de 2008

Esperando el verde cielo

Rodolfo Gutiérrez, sujeto de erudición incuestionable en el estudio astronómico, esperaba vanamente que el cielo se vuelva verde, porque, después de todo ¿quién puede descansar en paz, sabiéndose ajeno a un hecho tan majestuoso?

Infatigable como era, Gutiérrez pasaba largas horas contemplando el aspecto del cielo por el cual desfilaba una infinita gama de colores, tonos y brillos, de los cuales ninguno se aproximaba siquiera al verde. De este modo, vio el firmamento vestido de celeste, de azul marino casi negro, de blanco, de anaranjado, de violeta y hasta de rojizo, pero jamás de verde. Daba pena verlo cada mañana, compando minuciosamente los tonos de varias fotos y films que él mismo le había tomado al cielo, deseoso de encontrar en ellas el deseado color verdoso.

Cada tanto, visitaba los bares contenedores de ebrios parroquianos, con el desesperado fin de que alguno de ellos descubra, aunque más no fuera, el verde resultante de la yuxtaposición del amarillo de la foto del amanecer de aquel 7 de abril y del azul negruzco que imperó en las pascuas de 1983. Pero era en vano. Nada más encontraba el ingenioso Rodolfo que negativas entre negativos y colillas de cigarrillos de dudosas marcas.

Un buen día, sin embargo, en el bar “Caritas indignadas”, glamourosisimo antro subalterno del barrio de Caseros, cuyo seno alberga a esa clase de personas que rebajan el whisky “Chivas” con gaseosa cola barata, hecho éste que el buen Gutiérrez jamás llegó a mirar del todo bien, debido a su imperante astigmatismo, ya resignado a renunciar al hecho que hubiese podido ser el más esplendoroso de su exhaustiva existencia, comprendió su error y se manifestó (sabedor de haber desperdiciado su vida tras haberla encausado en tal vana esperanza) del siguiente modo:

–¡Cómo no se me había ocurrido antes: el verde es el único color del cielo. Siempre fue verde y siempre fuimos daltónicos! –conclusión que le mereció la burla de cuanto parroquiano allí se embriagaba y hasta un botellazo que el “Carozo” Reinoso le arrojó complaciendo el unánime pedido de los presentes.

Tras un tsunami de llanto Gutiérrez retorno arduamente a su morada, que no era sino una terraza hermosa de un hermoso rascacielo, ubicado en el centro de la ciudad. Este vertiginoso espacio le había permitido en el transcurso de los años no perder de vista el cielo (lo cual es importante si es que uno desea vislumbrarlo). Obvio es que no contaba con un mecanismo que lo despierte en el caso de que tal suceso aconteciere, situación que lo obligaba al penoso sacrificio de filmarlo durante su período de reposo nocturno –¡cuántas veces deseo Gutiérrez que tal cosa le hubiesen regalado quienes se deshacían de la obligación de escoger un obsequio con la infame y apresurada elección de un velador violeta que bien servía para alumbrar (Gutiérrez jamás le negó este merito), pero no para anunciar el verdor celeste!–. Sin embargo, era en esos momentos cuando soñaba. Y cuando esto sucedía, su viaje onírico se manifestaba en un cielo que adquiría un color verdoso, pero –para su desdicha– este hecho sucedía en el momento en el que él estaba soñando que el firmamento se enverdecía, motivo que le imposibilitaba contemplar tal milagro.

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