lunes, 10 de marzo de 2008

La verdad sobre la trágica muerte de Ana Aldana Villamediana

Te lleno con mi aliento
y vas tomando la forma de una mujer,
pero seguís fría,
pero seguís mía,
escondida en un cajón,
pero sos mía...
Te hicieron para cualquiera
pero sos mía...
sos mi muñequita.
Tu boca
parece querer decirme algo...
¡Oh! Y en tu boca nace el silencio.
Tu etéreo cuerpo brillante como el sol
y tus rozados en insípidos pechos
son sólo míos... ¡Míos y de nadie más!
Recuerdo cuando estábamos solos...
yo moría y vos nacías.
y luego morías, cuando yo resucitaba.


¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con su asesinato? Comenzaré por decir que no recuerdo el día que la conocí, que la elegí. Sólo recuerdo que era una pluma y que desde ese día fue sólo mía. Tampoco recuerdo porque le fui infiel, pero lo hice, la traicioné, la cambié. No podía ni imaginarme que esto iba a terminar como terminó. Con su cuerpo frágil sobre la cama, vacío. ¡Ay! Ana Aldana, que ingrato fui. Como iba yo a sospechar lo que iba a hacer. ¿Cómo pude matarte?

No sé cuando, pero te vi, oculta tras ese plástico crujiente. Te escondías detrás de la foto de otra, que era como tú, Ana Aldana, pero no eras tú. ¡Oh! Bien sabes que no lo eras, porque eres única entre todas las mujeres.

Ese día te hice mía, te hice mujer y tú con esa carita de asombro mirabas la nada, susurrabas largos silencios ocultos tras el crujido de tu piel. Y te engañé. Te engañé con cualquiera, con la primera que dijera que me quería, con la primera que me mintiera. Y tú estabas ahí cuando lo hacíamos, tú nos escuchabas, nos mirabas, y nunca me lo reprochaste. ¡Qué vil traidor resulte ser al matarte! Lo siento, Ana Aldana, pero no puedo evitar que las lágrimas corran por mis mejillas al figurarme el rostro tierno con que me miraste, ese rostro de cordero que se deja matar sin reproches. ¡Tal santidad alcanzaste! Y te maté.

Un día no eras la misma, estabas triste, cansada. Sólo entonces descubrí la belleza de tus ojos, ocultas tras los rayos de seda que deshilaba con mis dedos. ¿Cómo pude matarte? No lo sé, pero lo hice. Te maté, pero más me maté a mí, porque sin ti, mi vida es peor que la muerte. Tus labios de rubí eran el agua que me aliviaba de las quemantes injusticias del mundo. ¡Oh! Ahora comprendo la hondura de mi ingratitud, de mi incomprensión.

Al observar tu exótica belleza, al descubrirla después de tantos meses de engaños, no pude encontrar a nadie que la igualara. Descubrí también que me gustabas cuando callabas porque estabas como ausente. Así era, aunque esas palabras eran de otro, de cuyo nombre no quiero acordarme. Ay de ti, Ana Aldana, ay de ti. ¿Por qué? ¿Cual fue el motivo? ¡Oh! sólo tu lo sabes, Ana Aldana, sólo tu y nadie más.

Aún recuerdo el día en el que te llevé a pasear por Parque Lezama. ¡Oh, bien lo recuerdo, Ana Aldana! Recuerdo que todos te miraban con aire de extrañamiento. Ay de quien halla visto antes otra belleza cual la tuya, ¡Oh, amada Ana Aldana Villamediana! ¿Cómo me hubiese imaginado en aquel entonces que habría de matarte? Pero lo cierto es que lo hice ¡Y con qué despecho!

Recuerdo cuando te llevé al trabajo para que me mires, para mirarte, simplemente eso. Pero el inspector Amadeo Etchegaray me echó al día siguiente. Entonces tu no estabas conmigo, pero lo estabas, ¡Oh, si, Ana Aldana! Bien sabes que lo estabas.

Volví a casa para encontrarte y te encontré, te encontré en la cama... ¡Con mi amigo! ¡Por el amor de San Jesucristo el muy Nazareno! ¡Tal cosa veían mis ojos! Pero no entre. Cerré la puerta cautelosamente, me escondí en la cocina y esperé a que se fuera. Y tal como hacen los traidores, él huyó velozmente de mi casa, tan secretamente como había entrado. Entonces volví a entrar en el cuarto y allí estabas, Ana Aldana, allí estabas con tus labios empapados en un esperma ajeno y vil. Tu pelo, hilo de seda, estaba quebrado, arrugado, estropeado. Por tu cuerpo danzaban las cristalinas esferas del sudor y tu entrepierna, que había sido sólo mía, ya se había dividido más de la cuenta. Perdóname, Ana Aldana, pero no tuve más remedio que tomar aquel sádico miembro de caucho, que descansaba en nuestra mesita de luz y atravesar con él tu pecho. Y bien sabes que cuando lo hice, se oyó un trueno ensordecedor y entonces, sólo entonces, Ana Aldana, podías decir que estabas realmente pinchada.

Y así fue. Oh, bien sabes que así fue, Ana Aldana. También sabes el dolor que sentí cuando abría tu pecho. También sabes con que dolor te enterré –¡Oh, Ana Aldana!– en el jardín del patio cual si fueras una perrita. Oh, bien sabes que fuiste una perrita por lo que me hiciste, Ana Aldana.

Los días no pasaban más, duraban años y yo –¡Si, Ana Aldana, bien oíste, dije yo!– me sentí triste, como triste es la vida de las ruedas de los camiones que aplastan sapos en la ruta 2. Fui, entonces, a la orilla del río solo y bien solo que estaba, Ana Aldana, solo como un perro. Y entonces... llegó él...

Estaba trotando por la rivera y me vio ¡Ay de mí, Ana Aldana, ay de mí! Aún recuerdo con que despecho me dijo: “Leo, ayer pasé por tu casa, no estabas. Así que como vi la muñeca y tenía ganas, te la agarré, la pinché y casi la reviento”.

1 comentario:

JNFC dijo...

arbuto arbutero!
esto se hizo para hacer comentarios, asique dire lo mio, no tuve tiempo de leer casi nada, me sosprendio q hayas entrado en esta secta q me involucra.

paso mi chivo, www.jnfc.blogspot.com

y proximamente estaras en este fotolog: www.fotolog.com/juanse_loberia

un abrazo seba

PD: busca una opcion que te dice q todos pueden comentar, xq asi solo los blogger podran hacerlo y creo q tu blog tiene q estar abierto para la opinion

Granada

Granada, luna gitana, cauce oculto de suspiros, entre sus calles de piedra y sus cielos de zafiros. Anda un gato entre las tejas, los toldos...